viernes, 15 de enero de 2010

El viejo y ESA esquina

Era la tarde número 349 y el viejo, como cada una de ellas, sin hacer saltos en los diagramas del tiempo, arrastraba las patas de una silla cuerpo madera y alma de paja; la acomodaba en la vereda de su casa, miraba por entre su hombro derecho y pensaba: "aún no". Ella entendía esa mirada profunda, y lo aguardaba serena con su espalda apenas apoyada contra la pared.

Traía su pava y su mate. Miraba las pestañas del sol ir bajando por el horizonte: era un escenario con tinte de magia en las venas, era todo un espéctaculo finito, rutinario pero jamás monótono. Ernesto sabía que había distinciones perfectas, y que entre ellas estaba aquella diferencia: no siempre lo rutinario implicaba a la monotonía. No siempre se entra por la misma puerta a otro corazón. No siempre se invierten los mismos colores para distintos besos. Una partida es amarga y otra dulce: todo depende del nivel y sus consecuencias.

Ernesto comprendía muchas cosas. A su edad, era más que esperable que ello sucediera, y solía sonreír de costado cuando la gente daba las cosas (entiéndase por ello argumentos, teorías, sentimientos e hipótesis cotidianas) por sentado, pero a veces Ernesto perdía esa mueca (aunque viviera latente) cuando alguna carta con gusto a recuerdo asomaba por el bolsillo de su camisa.

Mediaba un mate amargo y otro dulce. Se enojaba cuando Selena arruinaba la yerba y la obligaba a alcanzarle otro mate. Costaba mucho encender sensaciones y poco apagarlas. Selena no estaba excenta de ese tipo de criaturas, pero tanta torpeza a Ernesto le hacía recordar sus orígenes (y los del hombre en general); por eso toleraba imprudencias, y sabía que había en ellas algo particularmente virginal.

Ahora sí era el momento, y la tomaba por el cuello sin pedirle permiso. Afinaba sus cuerdas, cerraba los ojos y oía el sonido brutal de la madera romper contra el silencio.
Pasaba horas allí sentado, mediando un mate y la eternidad. Bailaban...sus dedos bailaban sobre el diapazón y su garganta era una explosión de verdades irrefutables.
"Es que tengo demasiada libertad para trazar trayectos"- le explicaba a su sombra - y ya siendo viejo nadie podía siquiera alterarse por su bendita locura. ¡Nadie!

Los jóvenes pasaban y le hacían reverencias. Ernesto sonreía y miraba el más allá. No había un sólo perro que no supiera su secreto: solían esos perros ser actores consagrados. Podían poner el más tierno gesto de súplica sólo para robar alguna pregunta más y sobornar a la suerte. Claro, que eran los mensajeros perfectos: nadie los escuchaba pero sólo Ernesto podía interpretarlos. A veces los mensajes vienen revueltos de escamas y sólo un latido de lluvia puede hacerlos aflorar. Suele causar rabia en un mortal parlante... suele...

Es por eso que todos los vecinos creían que el viejo tocaba su guitarra para matar el tiempo...pero no. Ernesto arrastraba esa silla como cada tarde hasta que el sol cayera, y sin que nadie lo notara (entre canción y canción) miraba hacia la esquina para ver si por casualidad, tal vez por haber errado el camino, por voluntad propia o tal vez para licuar o compartir algún recuerdo... ella aparecía....
Ernesto la esperaba ...

Sabía el viejo TODAS las tácticas, estrategias, combinación de melodías, cuerpos y perfumes, teorías y prácticas para olvidarla. Sabía porque la edad no llega con envases fracturados. Se apolillan los huesos, los cabellos, las mentiras, las artes de seducción, pero lo obtenido no se fractura y permanece flexible dando orígen a nuevas caricaturas que deformen lo dado sin borrar su esencia.
Ernesto caía siempre en el mismo lugar: esa esquina era imborrable. Podía dar cátedra de humanidad y secuencias de búsquedas, pero no podía olvidarla. Podía llenar un teatro con su escenografía, esa que costaba meses y meses contruir, y sin embargo terminada la función, el viejo sabía (y aún lloraba debajo de la cocina) que tan sólo llegaba un tren con UN recuerdo, uno sólo y él, por más que le pesara, la esperaba.
No esperaba conciertos al aire libre, ni mujeres desnudas ofreciendo su virginidad. No esperaba pasaportes, ni recreos. No esperaba chapuzones en verano, ni carcajadas, ni un manojo de caramelos. El viejo esperaba su imágen, el timbre de su voz, su voluntad. Esperaba lo que espera un hombre que entregó su alma y su vida sin miedo a ser devorado, porque no había colmillos capaz de partirle la sangre: Ernesto esperaba que ella le dijera "nunca te olvidé".

A veces sus deseos eran demasiado ambiciosos, y se conformaba con que algún retazo de tinta le trajera una duda, la misma que a él le sacudía el pecho entre canción y canción: el viejo pretendía (inútilmente) que ella preguntara por su estado.
Nada cambiaba su rutina: por la esquina sólo doblaba viento, por su guitarra un la menor, por sus vecinos una reverencia y por su pecho... una pena que le oprimía el corazón.

" Yo no tengo memoria
tengo una corona de espinas... "
Buenos Aires. Autor: Carlos Chaouen.

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