Aquella tarde inmortal
No era la primera vez que corría tras una ilusión, pero sí la primer vez en que el viento se había disipado, y lo más confortable era sentirlo hacer flamear su cabellera. Iba tras una ilusión que ella también compartía, y en cuya portada habían puesto la firma de salir a comerse el mundo, sin más nada importante que dar a luz cada Domingo, un adjetivo y a su vez un verbo: JUNTOS.
El venía de un barrio jodido de incertidumbre, de lágrimas regaladas, de un planeta, sismo o grieta que se abría en simultáneo con su futuro: cada vez estaban más lejos las utopías, los rescates, las canciones con nombre; cada vez más se alejaban los brazos que soñaba sean su guarida, la humedad de otros labios. Había perdido la noción y la esperanza de experimentar unos ojos clavados en los suyos (y sólo pedía que dijeran la verdad), de fijar carteles en la puerta de sus amores, y había perdido -también- la noción de tiempo transcurrido entre el último beso recibido (de una certeza absoluta) y su presente oxidado.
Ella venía de correr autobúses que nunca paraban, de quedarse mirando su alejamiento y contentarse con tener un nuevo motivo para tallar las heridas que deja esta gran y puta sociedad.
Al igual que él, había rodado más películas sin ilusión que escenas de hombres y mujeres leyéndose poemas de Neruda junto al río, sin más luz que la del atardecer y sin más ojos que los suyos, algún animalito curioso y sus ropas teñidas de verde.
Tenía algunos tequilas más que él durmiendo en su cicatrices, pero era sólo eso: una ligera bebida mezclada en humos propios y ajenos que dormían para no despertar, callaban para no hablar y simulaban para no aparentar que una mujer puede también... ser víctima del olvido...
Tenía también unos cuantos discos partidos por la mitad, horas perdidas, números tachados, flores olvidadas y hojas violentamente remarcadas, pero no era consciente de nada de ello hasta que un nombre sacudió todos sus estantes y, viceversa, ese nombre fue llamado a borrar la soledad.
Se vieron en esos lugares dónde se cruzan miles de destinos: él estaba pensando precisamente en eso hasta que una figura en jeans y saco verde asomó todos y cada uno de los milagros que él había soñado ver en un rostro de mujer... No sé cuántos brazos solares cayeron ese día sobre el suelo, pero sí sé que fue la primera vez en su vida que ocurrieron tres milagros y, por ello, se convirtió en Santo pecador, pero nadie le pudo aún quitar sus dotes: el primero fue saber que en cuanto sus bocas fueran a ligarse, su futuro estaría resuelto y, como siempre le dijo "ella sería su última luz allá en el fondo del camino".
El segundo milagro fue que por una condenada vez en su vida, había perdido el miedo a morir, a olvidar el pasado y a encender un cigarro.
El tercer milagro lo hizo llorar porque sabía que aún teniendo las botas rotas, el pelo desgarrado, la boca y los ojos atormentados, una historia de niño, un cuerpo fragmentado, la experiencia de la inocencia, un valor exagerado puesto en la música y la ansiedad de querer y no saber cómo llegar a sus labios, aún así, con todos esos frágiles baúles, con su mirada, su sonrisa y sus rulos, ella le estaba diciendo: "vente, que te espero en la aduana del cariño, con un carnet falso, con una foto de cuando era un niño", le estaba diciendo "pequeña criatura", "¿por qué me desvelo en medio de la noche cuando todos duermen?"; en fín (o en comienzo) le estaba diciendo: ¡TE ACEPTO COMO SOS!
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