Aguda distorsión
Te veo y la fatiga no tarda en nombrarme amo y esclavo de tu irrupción. Sos la insoportable dulzura del abandono, la gota de sangre que tirita en la bayoneta, una prueba irrefutable de que el negro es un color primario, aunque mis ojos se convenzan sólo de ello por las noches.
Tormento audaz, intrépido y perpetuo que ingresa con sigilo y despierta con estampidos de voces ajenas, de lenguas de acero y oídos rellenos de lodo, de tierra sucia, mojada y espesa, que contagia los ruidos de los aviones que entorpecen el cielo y ensordecen el suelo. Así, nunca temeraria pero siempre estoica, siempre primando a la razón sobre las pasiones nocivas de los hombres, que llevan a construir rejas y castillos de piedra, impenetrables como el mismísimo acertijo que escondes detrás de tu frente.
No logro comprenderte, lo admito; tantos disfraces y nunca un carnaval, tanto regocijo en mis núcleos amigdalinos y nunca un pasaporte legal. Yo no sé a que mundo pertenecés, donde te conocí, quién te envió y cómo me libro de vos. He preguntado a cada adoquín de mis leguas cómo han hecho para expulsarte de sus hombros, y ni ellos han podido responder; no porque no se hagan entender sino porque están rotos de hartazgo, de mirar el mundo desde abajo y ser bautizados con besos de estrellas y orina de animales, en ese sentido y con esa precisa contradicción. Mudos de simbología ya ni intentan siquiera escaparle al cemento que los condena: no saben cómo, pero el rocío de ciertas madrugadas (viejas pero nutridas) los han ayudado a escurrirse de preguntas. Sólo eso me pueden transmitir, y después...algunos apagan sus párpados y otros encienden su coraza.
En cierta ocasión me han prometido tu alma, probar tu misterio, beber tu veneno y yo, a su vez, había prometido jugar con vos, estropear tu vida, tus recuerdos, tus ilusiones y hasta tu cuerpo. Tan cerca te tuve que me ví siendo tu primer asesino. No sé cuántos te han deseado el exilio eterno de esta saga infinita, tampoco me interesa conocer esa estadística: sólo quería girarte los tobillos y como siempre, terminé enfermo de incongruencias.
Ahora soy un paracaidista incierto. Me quemo los brazos y las piernas para borrar tus marcas pero es inútil; sé que ríes cuando reconozco tu victoria, pero no olvides que aún soy tu esclavo, y mientras mis átomos y los tuyos sigan estallando, seré el eterno cerrajero de mis cadenas, que prueba una y otra llave para huir desaforado.
Mientras vos te distraes compilando derrotas, yo voy apilando eslabones perdidos, que se te caen al voltear el sarcasmo y reemplazás (inútilmente) con viejas cerraduras, ya por mí abiertas, ya por mí desplazadas.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio