Sucede una espera
Le preguntó cuántas tardes perdidas cargaba sobre sus pupilas, cuántas formas distintas había tenido para ella el verbo amar, cuántos brazos había visto unirse por medio de los relojes.
Le preguntó acerca de los ritmos musicales, si eran determinantes del estado de ánimo, si era a la inversa, si existía o no una sagrada comunión entre el arte y el alma y también si era posible desdibujar UNA, al menos UNA sonrisa.
Quiso saber si había remedio para la enfermedad; si lo había que le explicara cómo no conseguirlo de forma abrupta y cercana. Preguntó si las manchas en su piel eran fruto del pasado o habían nacido del presente, si su cabello seguía colgando de sus raíces, si brillaba como la arena y cómo demonios obtenía el pasaporte del olvido.
No estaba inquieto aunque ella lo notara; temblaba de incertidumbre pero no era precisamente eso lo que lo movía de un extremo al otro de su soledad. Era más bien esa última pregunta acompañada de una extensión: ¿era terrenalmente justo que dos caricias no pudieran cruzarse sólo por un desperfecto, por una agonía historizable?; ¿era justo que eso le estuviese sucediendo a él, que había hurtado el sexo de las margaritas sólo para aguardar su bello principio, su comienzo humano y a su vez divino?.
No podía entender (y no por incapacidad) que el esquema se encontrara agujereado. Siempre supo que los números eran infinitos, eso lo tenía en claro, pero creía que podía llegar a un número entero de vez en cuando...y realmente lo lograban. Sin embargo, ahora los espacios ganaban más terreno que las proximidades y ya no sabía cuál era el material propio para juntarlos. Había probado desde el azúcar más cristalino hasta el yeso que nacía de su ira, pasando por granos de café, aceites aromáticos, un beso interminable, la seda de su contrapalma y el abecedario completo; hasta había inventado razonamientos y símbolos nunca ántes por el conocidos.
El silencio era más que todos aquellos caminos de fotografías, colchones sudados y bocanadas de aire. Derrotaba sus ganas, su talento, su intelecto; hundía sus sabores en petróleo, sus noches en nicotina y su vigilia en melancolía. No lograba culpar a la lluvia porque nunca había prescindido de ella, ni a las líneas de trenes que pasaban por debajo de su cama, ya que le habían salvado la vida en más de una oportunidad. No toleraba la hipocresía, y por esa razón no se permitía bañar en medio de la acera.
Sabía que esa última llovizna había sido (tal vez) la más cercana posibilidad que había tenido de abrirle sus portones, de mostrarle las moscas que rondaban sus entrañas y comían sus voluntades; sin embargo ella, que sabía de atropellos, de planetas deshabitados y nudos en las piernas, lo abofeteó con una sonrisa desesperada mientras él hundía su risa en lo imaginario y observaba las vigas de su ensueño correr en paralelo, seguir su destino inquebrantable y no volver su cabeza ni siquiera ante el estallido de un desborde. Le fascinaba saber que esos rudos recángulos de madera no tenían principio ni fín y aún así cumplían la función que él buscaba cumplir: ser el sostén de sus propias metas.
Así pasó las tardes, esperando que el teléfono preguntara por él (que salpicara su nombre) maldiciendo sus fotos, el hábito de reventar en alegría al ver amanecer, las verdades que ocultaba tras sus manos y el reloj detenido que dejaba cada vez que cruzaba el umbral de sus alfombras. Esperaba como despiden los niños a los padres que emprenden el viaje por altamar, sabiendo que los meses eran fusiles de abandono, los días profecías infernales y las horas...las horas piecitos descalzos sobre acero quirúrgico.
Temía volver a cruzar el lago y que a un cuarto de camino, un condenado a quebrar copas contra el suelo pusiera su mano en su pecho y una radio en sus oídos; era COMPLETAMENTE cierto que dudaba de las promesas y también de las persianas selladas, y por ese motivo quería radicalmente darle forma y rostro a sus fantasmas, derrivar con tinta al condenado que detenía su camino y por fín llegar al buzón de las lagrimas que ella había reservado por ser incapaz de erigir sus templos compartidos.
Tenía un último verbo colgando de sus muñecas y pensaba usarlo cuando ya no hubiese paredes capaces de reservar verdades, ni hojas que reemplacen sus mejillas su ombligo y su eternidad.
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