Campanario
2 calles vacías de ruido, 3 andenes que extrañan pasajeros, los trenes que anhelan inflar sus vientres esperanzados y sus locomotoras que estallan de cólera, de humedad, que sudan rutinas lejanas y sueñan con volver a llevarnos.
Semáforos intermitentes, como los recuerdos de un anciano, amnésicos, inertes, sin función alguna para una sociedad que los mira de lejos y cuando sus vientos se derrumban sobre sus cabezas, los ignoran como quien disipa un libro amarillento cuyo título es "la profunda salida del infinito"; así, de esa forma, los caminantes que corren evitan angustiarse ante unos centinelas que no hablan pero administran, término hoy utilizado por los empresarios y reducido a segregación masiva de capital, a costo de manos engrasadas, que comen, corren y duermen en lo oscuro de la pulcritud.
Manchas de aceite en la acera, portones que quedaron abiertos por la mitad y sus dueños que huyeron a cortar malezas y a encender el televisor.
Perros guardianes que se comen los hierros de los paso a nivel, porque ya no quedan ni árboles enfermos ni cuerpos de pájaros, porque el óxido vive en esos fierros y su muerte será producto de un proceso heredado de la lluvia, lluvia que ni ganas de ser ácida tiene porque ni pulmones le dejaron, ni la sonrisa de los adolescentes cuando moría en sus cabellos y vivenciaban por vez primera el orgasmo, y dialogaban y se hacían comprender con miradas, en ciertos casos, sólo con miradas, mientras que en sus cabezas resurgían escenas fílmicas que fueron hitos de tabúes.
Puedo ver un auto inconciente, tapado de alcohol, y sólo puedo hablar de él en pasado: fué un auto, en algún momento. Ahora sólo veo campo detrás de su piel quemada, recuerdos perpetuos, eternamente negados a desalojar ese cuerpo, o lo que queda de el. Alguien o algo quiso que el fuego borrara todas sus culpas, pero no se atrevió a tumbarlo en los márgenes del camino. Quedó allí, en el medio del universo y diciendo presente, tal vez a mí que soy el único que lo abraza, aunque ya no distinga perfume de sudor, caricia de rasguños ni aliento de suspiros.
Estoy jodido de soledad y esta es la crónica de los parches que deja la ciudad. Esta es la crónica del terreno abrumado que dejan tus pies cuando se trepan al mañana, siendo hoy todavía y sin gastar el último centavo de cordura que se nos pegotea en los labios. Siempre quise (y aún quiero) comprarte una parcela de tiempo sólo para ayunarte, sólo para fundamentar las hojas de mi existencia y creo que mir ruinas no son más que espejos rotos, que no traerán eterna desgracia . No te preocupes ni te escurras la mirada; mientras que allí habite la magia, seremos duendes del atardecer.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio